Justo Serna

BE escriu · abril 2016

Benimaclet
Aquí he vivido, aquí quiero quedarme.

Justo Serna
1959. València
justoserna.com

Foto: Victor Serna

En Benimaclet residen miles de personas, nativos linajudos con apellidos centenarios y transeúntes recién llegados. En otros términos, inmigrantes que han venido a buscárselas y naturales que jamás han abandonado su lugar.

Hay también estudiantes, ruidosos y jaraneros: muchos universitarios atraídos por la convivencia vecinal y por la vida serena de la zona. Ellos provocan la algarabía, claro, cuando se reúnen en el Glop o en la Plaza. Pero traen también la bullanga que da vidilla al barrio.

Situado a pocos kilómetros del centro de la ciudad, Benimaclet es un sitio que aún conserva numerosas viviendas bajas, algunas alquerías restauradas, ciertas casas de pueblo orgullosamente veteranas y blanqueadas.

No hay graves disturbios, no hay cataclismos y todo discurre con placidez moruna, con la placidez de la existencia ya hecha: una vida fenicia, entre rural y urbana.

El barrio está enclavado en la huerta y su población autóctona la forman labradores y comerciantes instalados allí por espacio de años, de siglos incluso.

Desde las viejas tiendas de vara hasta los nuevos establecimientos, Benimaclet ofrece una supervivencia apaciguada y modesta. Tenemos hasta banda sonora: los trinos de los pajarillos, el Centre Instructiu Musical y los fragores de la Ronda Norte. Qué le vamos a hacer.

Los adultos transitamos por sus calles populosas, adentrándonos en lo cotidiano, en el asfalto milenario (passez-moi l’expression) o en las recientes aceras, tan resbaladizas.

Nos aventuramos o aventurábamos abasteciéndonos en negocios bien surtidos: en ultramarinos alicatados y ricamente dispuestos, como era Jovani, en Mistral; o en fruterías como las que han abierto los paquistaníes acá y allá.

Nos servimos de los géneros frescos aquí y en los supermercados, sorprendentemente valencianos y prósperos. Callejeamos con alegría estival, con el brillo que dan los azules rotundos del cielo, mirando, tachando los recados ya cumplidos: las aspirinas en la Farmacia de doña Vicenta; el duplicado de llaves en Aurelio; el transistor en Muñoz; los euros en Bankia.

Acudimos a Gaia, en Daniel de Balaciart, o a La Traca, en Enrique Navarro, para adquirir las novelas que aliviarán nuestra holganza, los libros que nos mejorarán. Gracias Lola, gracias Alejandro, sois un sol.

Y acudimos a La Kañamera, regentada por Juan, a almorzar, con sus viandas tan apetitosas, con ese tiro de cerveza, con ese cazón en adobo. O en La Alacena, anteriormente El Abuelo, que gobierna Mariano con mano firme.

Antes, avanzando por la propia calle, Murta, habremos llegado a Benipaper, un emporio de la papelería. Allí nos detenemos. Charlamos con Santi y compramos la prensa.

Seguimos y seguimos, saltando la Ronda Norte, con sus automóviles veloces, con su vecinos apresurados.

Y ahora sí: ahora yo ya estoy en la huerta fértil. Sigo adentrándome. ¿Adónde pararé? Joaquín Sabina lo dijo: “Cuando la muerte venga a visitarme / no me despiertes, déjame dormir / aquí he vivido, aquí quiero quedarme…”

Ingreso en el camposanto, el cementerio de Benimaclet, tan recoleto, rodeado por bancales de coles y lechugas, de patatas y cebollas…

Sí, cuando la muerte venga a visitarme, aquí he vivido, aquí quiero quedarme. Mis padres los tengo allí, no me despierte, déjame dormir.

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